Erase una vez un león que tenía una
pobre imagen de sí mismo. Cuando se miraba al espejo se veía débil, con las
zarpas entumecidas, sin capacidad para cazar e incluso para defenderse de los
demás.
Había crecido en la creencia de que
era un león de peluche con el que los demás podían jugar a su antojo. No creía
merecer respeto, pues pensaba que no formaba parte de aquella especie ya que su
piel, según le habían dicho desde muy pequeño, no era como la de los leones de
verdad.
A menudo era objeto de bromas
crueles por parte de la manada a la que pertenecía. Se reían de él y le
golpeaban, sin consideración, como el león de peluche que decían que era. Aquello
no le gustaba, pero no había conocido otra cosa. Al principio se reveló, pero
al ver que nadie se ponía de su parte y carecía de la fuerza suficiente como
para evitar aquellos malos tratos, se resignó. Pensaba que con el tiempo su
piel se volvería como la de los demás leones y entonces dejarían de tratarle de
mal.
El problema fue que se llegó a
creer tan íntimamente su rol que, aún siendo ya adulto, cuando se relacionaba
con otros leones y le trataban con consideración se sentía realmente incómodo;
como si no se mereciera un buen trato, ya que en el fondo pensaba que él
realmente era un fraude, que no era un león de verdad, y los estaba engañando a
todos. ¿A caso no veían que no era como ellos?
En consecuencia, de manera
inconsciente, buscaba reafirmarse en su creencia colocándose en situaciones comprometidas,
exponiendo sus debilidades ante los demás y señalando sus propias faltas con el
fin de que dejaran de respetarle y le trataran del modo al que estaba
acostumbrado. Recibir golpes y humillaciones formaba parte de su identidad y
cuando no los recibía se sentía tan extraño que no sabía cómo reaccionar.
Incluso, a veces, sentía miedo; por lo que rápidamente buscaba evidenciar sus
limitaciones, sus fracasos y meteduras de pata. A fin de cuentas, tarde o temprano,
acabarían fijándose en su piel y comenzaría la tortura. Prefería adelantarse y
recibir todas aquellas vejaciones estando prevenido, pues cuando se confiaba, y
le cogían por sorpresa, le dolían mucho más.
Un día, cansado de tanto
sufrimiento, acudió a un viejo león, que tenía fama de mago, para que le librara
de aquella esclavitud.
—Has empleado la palabra correcta:
esclavitud —dijo el viejo mago león con voz solemne; aunque llena de
cordialidad—. Pasemos dentro de mi cueva.
El león que se creía de peluche, y
cuyo nombre era Alfonso, se sentó junto a la chimenea, frente al mago, en uno
de los dos sillones, forrados con piel de cebra, embellecidos en aquel momento por
la luz de fuego.
—Cuéntame tu historia desde el
principio, desde cuando comenzaron a tratarte mal —dijo el viejo mago, llamado
Baltasar, mientras atizaba las brasas y añadía más leña.
Baltasar escuchó atentamente las
palabras de Alfonso, quien a medida que avanzaba en su relato se fue encogiendo
en el sillón perdiendo su inicial aspecto regio que, en un abrir y cerrar de
ojos, se había desvanecido tras pronunciar sus primeras palabras. Terminada su
exposición, con voz serena, el mago le expresó su parecer.
—Te dije que habías empleado la
palabra correcta —comenzó diciendo el mago—; pues realmente eres un esclavo.
Pero no un esclavo al servicio de tus congéneres, como podría pensarse por lo
que te ocurre, sino un esclavo de las creencias que instalaron en ti cuando
eras sólo un cachorro, y que actúan como los barrotes de una prisión en la que se
encuentra encadenado tu espíritu. Tú mismo alimentas a los guardianes y
mantienes cerrada la celda.
—¿Pero cómo y quién me puso esos
barrotes de los que me hablas? —Pregunto el joven león, sin comprender aún las
palabras del mago.
—Quienes debieron sembrar libertad,
esperanza, fortaleza y valor en tu vida, pusieron en ti la semilla de todo lo
contrario. Lo hicieron siendo víctimas de una enfermedad endémica que se llama
ignorancia entre cuyos síntomas se encuentra la malicia.
—¿Y qué puedo hacer para destruir
esos barrotes? —Preguntó el león Alfonso que comenzaba a entender lo que le decía el mago.
—Yo te ayudaré, ya que nadie puede
conseguirlo solo; pues es muy difícil ver una prisión que te permite ir de un
lado para otro; sobre todo cuando sus barrotes son realmente invisibles —dijo
el mago—. Sólo hay una condición: que confíes totalmente en mí. ¿Crees que
puedes hacerlo?
—Sí —contestó el león Alfonso sin
vacilar.
—Levántate de tu sillón y sígueme
hasta el fondo de esta cueva —dijo el mago—. Allí existe un túnel que nos
conducirá hasta tu pasado.
El túnel era largo y oscuro, aunque
se encontraba tenuemente iluminado por la luz las antorchas que colgaban de sus
paredes, lo que le convertía en transitable; aunque en algunos tramos no se
veía nada en absoluto.
Las fuerzas del león Alfonso, iban
flaqueando en la misma medida que avanzaban. El mago Baltasar, que iba delante,
notó su decaimiento sin necesidad de verlo; por lo que comenzó a infundirle ánimo
con sus palabras.
—Es normal que te sientas intimidado
—dijo el mago—; mucho más intimidado de lo que habitualmente estás. Estamos
regresando a tu pasado y eso tiene consecuencias. Tu tamaño disminuirá y el espíritu
del cachorro en el que te estás transformando acabará apropiándose del mando de
tu ser. Tu conciencia podrá ver lo que realmente sucede, pero no podrás
ayudarte a ti mismo.
—¿Pero, entonces…? —Preguntó el
león Alfonso con un timbre de voz que delataba que se estaba convirtiendo en un
cachorro.
—Yo estaré a tu lado para
conducirte —dijo el mago Baltasar—. No podré protegerte físicamente, ya que sólo
podrás verme tú; pero si sigues mis instrucciones lograrás desarrollar la
fuerza que te negaron. Confía y podrás comprobar cómo descubres tu propia valía;
y nunca más volverás a despreciarte ni a buscar que te molesten los demás.
Alfonso, el león, no estaba seguro
de aquello fuera a funcionar, tanto más cuanto peor se iba sintiendo al
regresarle unos recuerdos que, por dolorosos, había relegado al olvido.
—Nos acercamos al momento clave en
el que se inició la construcción de tus barrotes, cuando te programaron para hacer
que te creyeras un muñeco de peluche y no un león de verdad —dijo el mago
Baltasar.
De pronto se vio cuando era solo un
cachorrillo de unos meses. No había llegado a conocer a su padre y su madre acababa
de morir en una cacería. De pronto se encontró al cuidado de su tía; una joven
leona de la manada que ya tenía dos cachorros. Celosa por el pelaje
aterciopelado de su sobrino, superior en belleza al de ella misma y al de sus
propios hijos, comenzó a albergar inquina contra él. Era una leona muy
superficial, amante de las apariencias y de talante mezquino, que utilizaba la
malicia, como arma recurrente, para no sentirse menos que los demás.
En aquel momento, el pequeño
Alfonso se dirigía hacia donde se encontraban sus primos, que jugaban a
pelearse con los otros cachorros de la manada.
—¿A dónde vas? —Le preguntó su tía
con una voz chillona y un feo y marcado gesto de desprecio en su rostro—
¡Cuántas veces te he dicho que no puedes jugar con ellos! ¡No eres más que un
muñeco de peluche! ¿A caso no ves tu piel?... Cuando ellos quieran vendrán a
por ti y te tratarán como lo que eres… ¡Ni se te ocurra resistirte ni hacerlos
daño!
Alfonsito se encogió y se puso
triste, llegando con ello la debilidad. Aunque su tía se había ido, no se
atrevía a moverse, pues carecía de valor para incumplir su orden, que un día
tras otro le repetía.
—¿Por qué te has puesto triste? —Le
preguntó el mago; aunque él ya lo sabía, pues había presenciado toda la escena.
—Mi tía me ha dicho que no soy como
mis primos, ni como los demás leones… dice que soy un muñeco de peluche y que
tengo que dejar que jueguen conmigo…
—¿Dice…? —Preguntó el mago con énfasis—. ¿Dice…? —Volvió a repetir.
—Dice que soy…
El león mago Baltasar no le dejó
terminar la frase.
—¡La gente dice muchas cosas! —Exclamó—. Pero eso no significa que sean ciertas.
—¿Qué…? —Preguntó el león Alfonso
sorprendido, al tomar conciencia de lo que hasta aquel momento él tenía por la
verdad absoluta. Jamás se había cuestionado lo que ella decía; porque carecía de la suficiente experiencia como para
hacerlo. A su edad, el mundo era tal y como los adultos decían que era; y sin nadie que lo desmintiera, pensaba realmente
que era así.
—Haz una cosa —dijo el león
Baltasar—: vas a fingir que la crees, y seguidamente vas a comprobar que lo que
dice ella no es verdad.
—¿Pero cómo puedo hacer eso?... Si
se entera se enfadará.
—No te preocupes ahora por esa
posibilidad… ¿También dice que se
entera de lo que haces cuando ella no está? —Preguntó el mago retóricamente
para que Alfonso se diera cuenta de que sólo eran cosas que ella decía; sin más valor que el que opina
sobre el tiempo que va hacer al día siguiente y alguna vez acierta.
—Mira tus zarpas —dijo el mago
Baltasar— ¿Qué ves?
—Veo unas zarpas blandas y
pequeñas, que no pueden hacer daño ni a una mosca… no sirven para defenderme.
—Imagino que eso te lo dicho alguien que yo me sé… —dijo
Baltasar— ¡Eso que has afirmado no es verdad! Tus zarpas son como las de tus
primos. Lo que sucede es que ella te ha hipnotizado con sus palabras…las
palabras tienen mucho poder… Haz un poco de presión en el centro.
Para su sorpresa, se dio cuenta de
que al presionar aparecían unas uñas similares a las de todos los de su
especie. ¿Pero cómo no lo había visto antes? ¿Tanto poder tenía su tía como
para anular un reflejo que era totalmente natural en un león? Quizá, como dijo
Baltasar, realmente las palabras tenían poder.
—Debes hacer como que no has
descubierto nada —continuó instruyéndole el mago—, pero cuando vuelvas a jugar
con tus primos y el resto de tus amigos, recuerda que puedes sacar las uñas. Si
alguien juega a arañarte, aráñale en silencio con la misma fuerza con que lo
haga él. Seguramente se sorprenderán, pero tú actúa como si no hubieras hecho
nada. Guarda silencio. Qué no sepan de dónde viene tu poder.
Y desde entonces así lo hizo.
Aprendió a fingir que creía a su mezquina tía ignorante, enferma de envidia.
Ante ella se mostraba tranquilo, quieto y obediente; pero cuando ella se iba ya
no esperaba a que sus primos lo buscaran para jugar; comenzó a tomar la
iniciativa. Sus compañeros de juegos, acostumbrados a maltratarle sin que se
defendiera, se llevaron una gran sorpresa cuando vieron que sus zarpazos tenían
consecuencias. Además, ya no lloraba o se escondía en un rincón cuando iban a
por él sino que se enfrentaba con fuerza y en silencio; lo que les asustaba todavía
más.
Un día, cansados de llevarse la
peor parte en los combates, sus primos le dijeron que había cambiado, que ya
resultaba divertido jugar con él y que se lo dirían a su madre. Alfonso se
asustó y aprovechando ese momento de debilidad su primo menor le dio un fuerte
zarpazo en la cara abriéndole una ceja.
—¡Tranquilo! Deja que se vayan y
escúchame —le dijo el mago Baltasar—. Date cuenta de que a pesar de que ahora
tus primos y sus amigos suelen llevarse su merecido, siguen jugando contigo,
¿no es cierto? Antes te dejabas hacer todo tipo de perrerías, porque te lo
decía tu tía, pero también porque no querías estar sólo. Nadie puede estar
siempre solo y sentirse bien. Aprendiste que para que los demás te quisieran y
estuvieran contigo debías permitirles que te hicieran daño, ya que si no te
dejabas no estaban contigo. Así que tienes asociado compañía a maltrato y
respeto a soledad. ¡Todos necesitamos y buscamos compañía!, pero no a ese
precio tan caro.
Alfonso se preguntó por qué no paró Baltasar
el ataque de su primo, hasta que recordó que era invisible y no podía ayudarle
de ese modo.
—Déjalos que se vayan y que le
digan a su madre lo que quieran —dijo Baltasar—. Ahora debes centrarte en
pensar que eres un felino.
—Lo sé, pero no te entiendo mago
Baltasar —dijo el leoncito Alfonso con una mueca de confusión, mientras se limpiaba
la sangre, que corría por su cara, con el dorso de su zarpa.
—Permítete perder esta batalla… y
todas las que sean necesarias —continuó diciendo Baltasar—. Un felino es astuto
por naturaleza. Deja que tu astucia fluya hacia la exterior. Cuando venga tu
tía, compórtate como siempre: temeroso, acomplejado y pequeño. Pero cuando se
vaya, ahora que sabes cómo hacerlo, pelea con tus primos y sus secuaces hasta
hacerlos realmente daño, pero no les dejes marcas como la que te han dejado
ellos a ti… Si volvieran a buscar el apoyo de tu tía, vuelve a reaccionar ante
ella como el muñeco de peluche que dice que eres y después vuelve a la carga
con más fuerza. Ella dejará de creerlos, además, le molestará que la
interrumpan en su descanso y acabarán recibiendo una ración extra de castigo.
Y eso fue lo que hizo. Al ver su
tía que Alfonso estaba herido y que se comportaba con la sumisión a la que
estaba acostumbrada, le costó creer a sus hijos; aún de ese modo, no se ahorró
palabras intimidatorias hacia él.
—Si mis hijos vuelven a quejarse de
ti —dijo su tía— estarás un día sin comer y dormirás en la bodega, entre las
cosas inservibles. Vete al rio y límpiate esa sangre apestosa con la que estás
ensuciando el suelo de mi casa.
Tal y como le indicó el mago
Baltasar, en cuando se marchó su tía, que era realmente quien le intimidaba,
cargó contra aquella pandilla de matones. Era mucho más ágil que ellos y aunque
de la misma edad, pareció aumentar su tamaño, cuando lanzó su ofensiva.
Aquellos cobardes, que no estaban acostumbrados a que reaccionara de aquel
modo, se asustaron de verdad ante unas fauces abiertas y amenazantes, pero
silenciosas. En vez de enfrentarse a él, salieron corriendo; aunque de nada les
sirvió. Desperdigados por la sabana, les fue dando caza uno a uno procurándoles
su merecido.
Cuando llegó la caída del sol,
todos estaban de nuevo en casa. Alfonso, ante la presencia de su tía, de nuevo
se hizo el asustadizo, y sus primos, amedrantados por primera vez, no dijeron
nada.
Poco a poco, Alfonso fue haciéndose
un hueco entre los leones jóvenes, dónde comenzaron a apreciarlo de verdad y
respetarlo como un líder indiscutible. Su pelaje era cada día más fuerte y más
hermoso, lo que le hacía destacar sin proponérselo. Sin embargo, delante de los
adultos, sobre todo delante de su tía, aún no se sentía totalmente seguro; pues
ella no había perdido su capacidad para intimidarlo.
—Debes dar un paso más —dijo el
mago Baltasar.
Baltasar sabía que la nobleza del
joven león Alfonso le impedía faltar al respeto de sus mayores y en especial de
su tía, pues era quien le había alimentado desde que murieron sus padres. Él
pensaba que la educación, los años y la experiencia de ella, era lo que dictaba
su forma de comportarse con él. Que de algún modo, que él no comprendía, todo
lo que le decía y el trato que le daba eran por su bien. Sabiendo, por su
magia, lo que pensaba Alfonso, Baltasar le instruyó de nuevo.
—Es cierto que la edad, aporta
experiencia y en algunos casos sabiduría —continuó diciendo el mago—; pero raro
es el que siendo infame de joven, no continúa siéndolo de mayor. Tendrá mucha
más experiencia, no lo discuto, pero en ser más artero y mezquino de lo que fue
en su juventud. Piensa qué harías tú con alguien que hubieran puesto a tu cuidado;
cómo lo tratarías; y si llegas a la conclusión de que no lo harías del modo que
ella lo hace contigo, deberás obrar en consecuencia.
— ¿Y sí me equivoco? ¿No podrías
decirme tú, que eres capaz de conocer los pensamientos de la gente, si ella ha
obrado mal conmigo sabiendo lo que hacía? —Preguntó el joven Alfonso más
asustado por el peso de su conciencia que por el castigo al que podía verse
expuesto si fracasaba en el enfrentamiento con su tía.
—Casi nunca nos equivocamos si
escuchamos al corazón —dijo Baltasar—. El verdadero problema reside en que
admitir ciertas verdades nos obliga a actuar en consecuencia. La mayoría de
gente prefiere mirar hacia otro lado y aguantar cargas que no le corresponden,
con tal de no hacer el esfuerzo que cambiaría su situación. Es más fácil seguir
siendo una víctima que tomar las riendas de la vida. A fin de cuentas, uno se
acostumbra a todo, incluso a que le apaleen a diario.
Alfonso, el león, sabía que era cierto.
Al día siguiente, su tía esperó como siempre a que terminaran de comer sus dos
hijos para darle las sobras a su sobrino Alfonso. Cuando se quedó a solas con
ella, en vez de comer con la actitud sumisa que era habitual en él, se sentó
sobre sus patas traseras y la miró fijamente.
Su tía, que apenas se molestaba en
dirigirle la mirada habitualmente, puso su atención sobre él. Sin duda había
crecido, pensó; incluso parecía más grande que sus hijos. Le veía distinto,
pero no sabía en qué.
—¿Es que hoy no piensas comer?
—Preguntó con el mismo tono despectivo con el que acostumbraba a tratarlo.
— Ya que no puedes quererme, te pido que me trates con el mismo respeto que lo haces con tus hijos —dijo Alfonso con
todo el aplomo que fue capaz de reunir, manteniendo la voz firme y serena junto
su postura erguida.
— ¡Serás… desagradecido! —dijo su
tía remarcando cada sílaba de sus palabras, totalmente enfurecida, al tiempo
que alzaba su zarpa para golpearle en la cara.
En silencio, esperando la
embestida, y apenas sin esfuerzo, para sorpresa de él mismo, apartó la zarpa de
tu tía con una de sus afiladas garras causándole una gran herida en la pata. Asombrada
por su fuerza y asustada, se echó hacia atrás para volver de nuevo a la carga.
Alfonso no se movió, simplemente rugió de tal modo que no solo temblaron las
paredes de la casa sino que también llegó a los mismos confines de la sabana, haciendo
que todos los seres que la poblaban dirigieran su mirada hacia allí. Aterrorizada,
con su cuerpo agazapado, comenzó a caminar hacia atrás, aunque sin perder el
contacto visual con su sobrino. Como último recurso ella utilizó su voz; sabía
las palabras que tenía que decir para que Alfonso se encogiera y se mostrara
como lo que ella pretendía que fuera.
—Ese rugido se apagará —dijo ella
clavándole los ojos— no eres más que un muñeco de trapo… ni siquiera eres ya de
peluche… —añadió, con una voz cargada de veneno, sin de dejar de reptar hasta
arrinconarse ella misma.
No entendía como sus palabras ya no
hacía mella en él, como lo venían haciendo, incluso, hasta el día anterior; que
habían producido su efecto satisfactoriamente. Alfonso se levantó y caminó hacia
ella; bastó un leve rugido para que su tía se callase. Cuando intentó continuar
con sus sugestiones, le clavó una de sus uñas entre los labios,
aprisionándolos. Después, con una cuerda, que casualmente se encontraba en el
suelo, se los ató.
Ella dejó de moverse. La mirada que
vio en su sobrino la paralizó. De pronto vio a tras ellos los ojos de su cuñado
y la mirada de su propia hermana acusándola de impiedad para con su hijo.
Alfonso la obligó a meterse en la
bodega. La cerró y salió como cualquier otra tarde a pasear hasta la hora de la
cena. Aquel día regresó un poco antes y él mismo dispuso la carne en la mesa.
Cuando llegaron sus primos se sentaron a comer. Para su asombro, Alfonso se
sentó con ellos. Se miraron entre sí y rugieron, aunque débilmente, llamando a
su madre. Alfonso comenzó a comer. Sabiendo de primera mano cómo se las gastaba
su primo, ni se atrevieron ni a soplarle. Al ver que su madre no venía,
comenzaron a comer junto a él.
Al día siguiente Alfonso hizo lo
mismo. Sus primos no dijeron nada. Mientras no faltase la comida, parecía no preocuparles
la ausencia de su madre. Antes del anochecer, Alfonso sacó a su tía de la
bodega; le quitó la cuerda de la boca, curó sus heridas y le dio de comer.
Todo, sin decir una sola palabra. Su tía entendió su mensaje y habiendo
recapacitado sobre su conducta ni siquiera se quejó. Preparó la mesa para todos
y no sirvió la comida hasta que no estuvieron todos sentados.
Después de aquel día, Alfonso ya no
fue el mismo. No tenía que hacer nada para que le respetaran. Bastaba una
mirada o ni tan siquiera eso, para que se apartaran a su paso. Fueron muchos
los que empezaron a pensar, que cuando fuera un león adulto, sería un firme
candidato a dirigir la manada.
Puesto que ya estaba hecho lo que habían
ido a hacer allí, el mago Baltasar pidió al joven Alfonso que le acompañara de
regreso a casa, a través del túnel por el que habían ido hasta el pasado.
Cuando se encontraron frente a la chimenea, el propio mago se llevó una
sorpresa superlativa. Alfonso se había transformado en un león majestuoso con
una larga melena y un pelaje fuerte y brillante.
—Mírate en el espejo que hay tras
de ti —le pidió Baltasar, que reconoció sentirse intimidado.
—¿Cómo he podido cambiar de este
modo, si apenas hemos estado unos días en el pasado? —Preguntó con la voz pausada
y un aplomo que, aunque hasta aquel momento no había tenido, ahora le resultaba
familiar.
—Ni siquiera hemos estado unas
horas —contestó el mago Baltasar— y tampoco hemos salido de esta cueva.
—Explícamelo, por favor —pidió Alfonso
en un tono respetuoso; aunque no falto de una autoridad que no nacía de su
deseo sino de una condición innata que simplemente reclamaba su lugar,
sirviéndose de sus palabras.
—Ese túnel no conduce a la sabana
sino al interior de tu mente. Todo ha sucedido allí, pero, como puedes
observar, ha tenido repercusiones fuera.
—Pero,… si en realidad ha sido así,…
¡no ha ocurrido nada salvo en mi imaginación! —Dijo el león Alfonso, tratando
de entender la experiencia por la que había atravesado.
—Las verdaderas batallas… se
pierden o se ganan en la mente. Con las instrucciones adecuadas, que en su
momento tú no tuviste, ahora has ganado… Entrando en nuestra mente tenemos el
poder de cambiar el pasado, afectar al presente y programar nuestro futuro. La
prueba eres tú —dijo Baltasar absolutamente convencido—. No necesitas saber de
qué modo sucede, basta con que sepas que sucede y lo compruebes por ti mismo.
—Estoy en condiciones de
confirmarlo —dijo Alfonso poniéndose en pie para caminar hacia la puerta—.
Antes de que se ponga sol, te traeré una recompensa por tu trabajo.
Alfonso salió a la sabana de la que
apenas unas horas antes había huido tembloroso buscando ayuda. Nada parecía
haber cambiado salvo la actitud de los demás cuando se cruzaban con él. Lo más
extraño era que todo le resultaba muy natural. Nadie se extrañó de su nueva presencia:
subyugante y cautivadora, como si siempre hubiera sido así. Ni siquiera el
mismo se extraño. Uno de sus primos, al cruzarse con él, le pidió que acudiera
a la asamblea, donde esa noche iban a decidir a quién prepararían, en los meses
sucesivos, como heredero a la jefatura
de la manada. Nadie tuvo dudas a la hora de elegir. Ni siquiera su tía, que
presentaba una extraña cicatriz de la que, hasta aquel momento, no se había dado
cuenta que tenía.
Fin