viernes, 28 de agosto de 2015

El robot que alcanzó la iluminación

Un inventor de autómatas creó un robot con la altura de un jugador de baloncesto, la fuerza de un levantador de pesas, un cociente intelectual superior a la media y una memoria fotográfica con la que recordaba hasta el más mínimo detalle. También le dotó de una gran energía, y aunque tenía que recargar su batería todas las noches, era capaz de trabajar al cien por cien hasta el último segundo. Lo único que tenía que hacer para aprender era ver y escuchar todo lo que sucedía a su alrededor.
El inventor quería que le sirviera de traductor e intérprete, así que los programas que le había instalado, estaban especialmente preparados para captar los acentos y matices de los distintos idiomas que se hablan en el mundo; lo que le obligó a dotarle también de la capacidad para razonar.
Para que aprendiera esos idiomas le fue dejando en familias de distintos países que se destacaban por hablar su lengua con corrección, llevaban una vida tranquila y se podían permitir dedicarle algún un tiempo de calidad, ya que nuestro robot necesitaba interactuar con ellos.
Al tiempo que aprendía con especial habilidad y atención los idiomas, también se instruía sobre cómo debía comportarse con los demás; simplemente por imitación. Con el tiempo fue capaz de actuar como los humanos y tomar decisiones ventajosas por su cuenta. Esa era la idea de quien le inventó: que no tuviera que preocuparse de él.
Después de unos años, el robot ya no necesitó de más aprendizaje y pudo comenzar a realizar su función. Debido a su capacidad y amplia formación, organismos internacionales de todo tipo contrataron sus servicios y fue capaz de generar grandes ingresos que almacenó en la cuenta de un banco de su elección.
Pasados los años el creador del robot le visitó para reclamar el beneficio de su creación.
   ¿Qué desea usted? —Le preguntó el robot.
   Vengo a por el dinero que has ganado hasta ahora —contestó su creador—. Después me marcharé y no te volveré a pedir más.
   ¿Y por qué habría de dárselo? —Dijo el robot—. Estuve años esforzándome por aprender mi trabajo, fue gracias a mi inteligencia que lo aprendí, yo elegí las empresas que pagaron mejor mis servicios y gracias a mi capacidad para razonar invertí el dinero que gané, y hoy día está quintuplicado. ¿Por qué habría de darle algo que gané yo? No le debo nada a nadie, porque nadie me ha dado nada; todo es mérito mío.
 
El creador del robot no se enfadó, sabía que iba a responderle de aquel modo ya que al tiempo que aprendía idiomas, se iba   autoprogramando con el modo de pensar de los seres humanos con quienes se relacionaba. Al haberle dotado de un buen programa para razonar, también sabía que si argumentaba con él adecuadamente, no tendrían ningún problema para obtener lo que por derecho le correspondía.
   Dices que todo es mérito tuyo.
   Así lo creo yo. Todo lo que he logrado lo he conseguido por mí mismo.
   ¿Podrías decirme que hiciste tú para tener el cuerpo que tienes?
   Es evidente que no hice nada, es el cuerpo con el que “naci”; el cuerpo con el que me he esforzado.
   ¿Cuándo te dotaste de tu capacidad de esfuerzo?
   Yo no me doté de ella, estaba en mí y la utilicé gracias a mi inteligencia, de la que hice uso estudiando idiomas.
   Dices que no te dotaste de tu capacidad para el esfuerzo… ya vasa reconociendo algo; ¿pero dime, cómo decidiste dotarte de una inteligencia que es capaz de utilizar los recursos de su cuerpo y además tener una especial habilidad para los idiomas?
   Yo no me doté de ninguna inteligencia, ni tampoco tengo capacidad para modificarla; nadie es capaz de hacer ese tipo de cosas; también se encontraban ya en mí.
   ¿Crees que serías tan bueno haciendo cálculos matemáticos cómo hablando idiomas?
   Nunca me han llamado la atención los números, no los manejo tan bien como las palabras.
   ¿Entonces, fuiste tú quien decidió tener la destreza especial que tienes para las lenguas?
   No —contestó lacónicamente el robot, que comenzaba a comprender a que se estaba refiriendo aquella extraña visita.
   Dime, ¿qué hiciste para llegar hasta la primera familia con la que comenzaste a aprender tus primeras palabras?
   Nada… también se podría decir que “nací” en ella.
   ¿Y dónde estabas antes de “nacer”, como tú dices?
No hubo respuesta.
— Amigo, tú eres mi creación. Si es que existe en tu vida algún mérito este ha sido mío. Antes de “nacer” te encontrabas en mi mente. Fui yo que te dotó de un cuerpo y te puso aquí. Tú te has limitado a dejar que funcionaran los programas que yo instalé en ti. Toda tu vida y existencia se ha desarrollado por sí misma. Estabas programado para hacer lo que has hecho. Un humano diría que estabas predestinado y no tenías otra elección.
— ¿Por qué no has creado una gran empresa con tus ganancias? Pareces tener capacidad para hacerlo —dijo el inventor.
— No está en el rango de mis intereses.
— ¿Elegiste tú mismo tus intereses?
— Nos los elegí yo… creo… que ya se encontraban en mí. Los fui descubriendo poco a poco... Entonces…
— Entonces tu vida se ha vivido por sí sola. Con la mía sucede algo parecido; aunque yo todavía no he podido hablar con mi “creador” y desconozco qué será lo que me pida.
— No me preguntes más. Comienzo a comprender quién soy yo. En un instante te daré todo lo que es tuyo.
— ¿No tienes miedo a quedarte sin recursos?
— Dejaré que me siga viviendo la vida que creaste para mí. Incluso lo haré de un modo más “relajado” —se permitió ironizar el robot—. Pues ahora sé que no debo preocuparme de nada, por la sencilla razón de que yo no hago nada. Veo que todo se hace por sí solo.
— Gracias por entregarme mi dinero.
— Gracias a ti por dotarme de esta visión. Ahora seré el testigo de mi vida y no gastaré energía en razonar más de lo necesario, porque ahora sé que sucederá lo que esté escrito en mis programas. Acabo de descubrir… lo que los humanos llamáis paz.
— Y yo acabo de descubrir a “mi hijo amado, en quien tengo mi felicidad”. Quizá con el tiempo entiendas que en ti vive una parte de mí, que en realidad es lo que te impulsa a moverte. Observa el contenido de tus programas y tal vez me acabes comprendiendo. Quién sabe… incluso consigas no solo mejorar esos programas, sino que también logres reprogramarte. En realidad, al igual que tú, yo tampoco decidí crearte, descubrí que en mí vivía esa inquietud. En consecuencia tampoco el mérito es mío y no tengo ningún derecho a pedirte nada.
— No importa —dijo el robot—, te daré lo que me pidas... Namaste.

— Namaste —contestó su creador.

Valentín Martínez Carbajo
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sábado, 3 de enero de 2015

Alfonso, el león que pasó de pensar que era un juguete de peluche a coser la boca de su tía con una cuerda que casualmente estaba en el suelo

Erase una vez un león que tenía una pobre imagen de sí mismo. Cuando se miraba al espejo se veía débil, con las zarpas entumecidas, sin capacidad para cazar e incluso para defenderse de los demás.
Había crecido en la creencia de que era un león de peluche con el que los demás podían jugar a su antojo. No creía merecer respeto, pues pensaba que no formaba parte de aquella especie ya que su piel, según le habían dicho desde muy pequeño, no era como la de los leones de verdad.
A menudo era objeto de bromas crueles por parte de la manada a la que pertenecía. Se reían de él y le golpeaban, sin consideración, como el león de peluche que decían que era. Aquello no le gustaba, pero no había conocido otra cosa. Al principio se reveló, pero al ver que nadie se ponía de su parte y carecía de la fuerza suficiente como para evitar aquellos malos tratos, se resignó. Pensaba que con el tiempo su piel se volvería como la de los demás leones y entonces dejarían de tratarle de mal.
El problema fue que se llegó a creer tan íntimamente su rol que, aún siendo ya adulto, cuando se relacionaba con otros leones y le trataban con consideración se sentía realmente incómodo; como si no se mereciera un buen trato, ya que en el fondo pensaba que él realmente era un fraude, que no era un león de verdad, y los estaba engañando a todos. ¿A caso no veían que no era como ellos?
En consecuencia, de manera inconsciente, buscaba reafirmarse en su creencia colocándose en situaciones comprometidas, exponiendo sus debilidades ante los demás y señalando sus propias faltas con el fin de que dejaran de respetarle y le trataran del modo al que estaba acostumbrado. Recibir golpes y humillaciones formaba parte de su identidad y cuando no los recibía se sentía tan extraño que no sabía cómo reaccionar. Incluso, a veces, sentía miedo; por lo que rápidamente buscaba evidenciar sus limitaciones, sus fracasos y meteduras de pata. A fin de cuentas, tarde o temprano, acabarían fijándose en su piel y comenzaría la tortura. Prefería adelantarse y recibir todas aquellas vejaciones estando prevenido, pues cuando se confiaba, y le cogían por sorpresa, le dolían mucho más.
Un día, cansado de tanto sufrimiento, acudió a un viejo león, que tenía fama de mago, para que le librara de aquella esclavitud.
—Has empleado la palabra correcta: esclavitud —dijo el viejo mago león con voz solemne; aunque llena de cordialidad—. Pasemos dentro de mi cueva.
El león que se creía de peluche, y cuyo nombre era Alfonso, se sentó junto a la chimenea, frente al mago, en uno de los dos sillones, forrados con piel de cebra, embellecidos en aquel momento por la luz de fuego.
—Cuéntame tu historia desde el principio, desde cuando comenzaron a tratarte mal —dijo el viejo mago, llamado Baltasar, mientras atizaba las brasas y añadía más leña.
Baltasar escuchó atentamente las palabras de Alfonso, quien a medida que avanzaba en su relato se fue encogiendo en el sillón perdiendo su inicial aspecto regio que, en un abrir y cerrar de ojos, se había desvanecido tras pronunciar sus primeras palabras. Terminada su exposición, con voz serena, el mago le expresó su parecer.
—Te dije que habías empleado la palabra correcta —comenzó diciendo el mago—; pues realmente eres un esclavo. Pero no un esclavo al servicio de tus congéneres, como podría pensarse por lo que te ocurre, sino un esclavo de las creencias que instalaron en ti cuando eras sólo un cachorro, y que actúan como los barrotes de una prisión en la que se encuentra encadenado tu espíritu. Tú mismo alimentas a los guardianes y mantienes cerrada la celda.
—¿Pero cómo y quién me puso esos barrotes de los que me hablas? —Pregunto el joven león, sin comprender aún las palabras del mago.
—Quienes debieron sembrar libertad, esperanza, fortaleza y valor en tu vida, pusieron en ti la semilla de todo lo contrario. Lo hicieron siendo víctimas de una enfermedad endémica que se llama ignorancia entre cuyos síntomas se encuentra la malicia.
—¿Y qué puedo hacer para destruir esos barrotes? —Preguntó el león Alfonso que comenzaba a entender lo que  le decía el mago.
—Yo te ayudaré, ya que nadie puede conseguirlo solo; pues es muy difícil ver una prisión que te permite ir de un lado para otro; sobre todo cuando sus barrotes son realmente invisibles —dijo el mago—. Sólo hay una condición: que confíes totalmente en mí. ¿Crees que puedes hacerlo?
—Sí —contestó el león Alfonso sin vacilar.
—Levántate de tu sillón y sígueme hasta el fondo de esta cueva —dijo el mago—. Allí existe un túnel que nos conducirá hasta tu pasado.
El túnel era largo y oscuro, aunque se encontraba tenuemente iluminado por la luz las antorchas que colgaban de sus paredes, lo que le convertía en transitable; aunque en algunos tramos no se veía nada en absoluto.
Las fuerzas del león Alfonso, iban flaqueando en la misma medida que avanzaban. El mago Baltasar, que iba delante, notó su decaimiento sin necesidad de verlo; por lo que comenzó a infundirle ánimo con sus palabras.
—Es normal que te sientas intimidado —dijo el mago—; mucho más intimidado de lo que habitualmente estás. Estamos regresando a tu pasado y eso tiene consecuencias. Tu tamaño disminuirá y el espíritu del cachorro en el que te estás transformando acabará apropiándose del mando de tu ser. Tu conciencia podrá ver lo que realmente sucede, pero no podrás ayudarte a ti mismo.
—¿Pero, entonces…? —Preguntó el león Alfonso con un timbre de voz que delataba que se estaba convirtiendo en un cachorro.
—Yo estaré a tu lado para conducirte —dijo el mago Baltasar—. No podré protegerte físicamente, ya que sólo podrás verme tú; pero si sigues mis instrucciones lograrás desarrollar la fuerza que te negaron. Confía y podrás comprobar cómo descubres tu propia valía; y nunca más volverás a despreciarte ni a buscar que te molesten los demás.
Alfonso, el león, no estaba seguro de aquello fuera a funcionar, tanto más cuanto peor se iba sintiendo al regresarle unos recuerdos que, por dolorosos, había relegado al olvido.
—Nos acercamos al momento clave en el que se inició la construcción de tus barrotes, cuando te programaron para hacer que te creyeras un muñeco de peluche y no un león de verdad —dijo el mago Baltasar.
De pronto se vio cuando era solo un cachorrillo de unos meses. No había llegado a conocer a su padre y su madre acababa de morir en una cacería. De pronto se encontró al cuidado de su tía; una joven leona de la manada que ya tenía dos cachorros. Celosa por el pelaje aterciopelado de su sobrino, superior en belleza al de ella misma y al de sus propios hijos, comenzó a albergar inquina contra él. Era una leona muy superficial, amante de las apariencias y de talante mezquino, que utilizaba la malicia, como arma recurrente, para no sentirse menos que los demás.
En aquel momento, el pequeño Alfonso se dirigía hacia donde se encontraban sus primos, que jugaban a pelearse con los otros cachorros de la manada.
—¿A dónde vas? —Le preguntó su tía con una voz chillona y un feo y marcado gesto de desprecio en su rostro— ¡Cuántas veces te he dicho que no puedes jugar con ellos! ¡No eres más que un muñeco de peluche! ¿A caso no ves tu piel?... Cuando ellos quieran vendrán a por ti y te tratarán como lo que eres… ¡Ni se te ocurra resistirte ni hacerlos daño!
Alfonsito se encogió y se puso triste, llegando con ello la debilidad. Aunque su tía se había ido, no se atrevía a moverse, pues carecía de valor para incumplir su orden, que un día tras otro le repetía.
—¿Por qué te has puesto triste? —Le preguntó el mago; aunque él ya lo sabía, pues había presenciado toda la escena.
—Mi tía me ha dicho que no soy como mis primos, ni como los demás leones… dice que soy un muñeco de peluche y que tengo que dejar que jueguen conmigo…
—¿Dice…? —Preguntó el mago con énfasis—. ¿Dice…? —Volvió a repetir.
—Dice que soy…
El león mago Baltasar no le dejó terminar la frase.
—¡La gente dice muchas cosas! —Exclamó—. Pero eso no significa que sean ciertas.
—¿Qué…? —Preguntó el león Alfonso sorprendido, al tomar conciencia de lo que hasta aquel momento él tenía por la verdad absoluta. Jamás se había cuestionado lo que ella decía; porque carecía de la suficiente experiencia como para hacerlo. A su edad, el mundo era tal y como los adultos decían que era; y sin nadie que lo desmintiera, pensaba realmente que era así.
—Haz una cosa —dijo el león Baltasar—: vas a fingir que la crees, y seguidamente vas a comprobar que lo que dice ella no es verdad.
—¿Pero cómo puedo hacer eso?... Si se entera se enfadará.
—No te preocupes ahora por esa posibilidad… ¿También dice que se entera de lo que haces cuando ella no está? —Preguntó el mago retóricamente para que Alfonso se diera cuenta de que sólo eran cosas que ella decía; sin más valor que el que opina sobre el tiempo que va hacer al día siguiente y alguna vez acierta.
—Mira tus zarpas —dijo el mago Baltasar— ¿Qué ves?
—Veo unas zarpas blandas y pequeñas, que no pueden hacer daño ni a una mosca… no sirven para defenderme.
—Imagino que eso te lo dicho alguien que yo me sé… —dijo Baltasar— ¡Eso que has afirmado no es verdad! Tus zarpas son como las de tus primos. Lo que sucede es que ella te ha hipnotizado con sus palabras…las palabras tienen mucho poder… Haz un poco de presión en el centro.
Para su sorpresa, se dio cuenta de que al presionar aparecían unas uñas similares a las de todos los de su especie. ¿Pero cómo no lo había visto antes? ¿Tanto poder tenía su tía como para anular un reflejo que era totalmente natural en un león? Quizá, como dijo Baltasar, realmente las palabras tenían poder.
—Debes hacer como que no has descubierto nada —continuó instruyéndole el mago—, pero cuando vuelvas a jugar con tus primos y el resto de tus amigos, recuerda que puedes sacar las uñas. Si alguien juega a arañarte, aráñale en silencio con la misma fuerza con que lo haga él. Seguramente se sorprenderán, pero tú actúa como si no hubieras hecho nada. Guarda silencio. Qué no sepan de dónde viene tu poder.
Y desde entonces así lo hizo. Aprendió a fingir que creía a su mezquina tía ignorante, enferma de envidia. Ante ella se mostraba tranquilo, quieto y obediente; pero cuando ella se iba ya no esperaba a que sus primos lo buscaran para jugar; comenzó a tomar la iniciativa. Sus compañeros de juegos, acostumbrados a maltratarle sin que se defendiera, se llevaron una gran sorpresa cuando vieron que sus zarpazos tenían consecuencias. Además, ya no lloraba o se escondía en un rincón cuando iban a por él sino que se enfrentaba con fuerza y en silencio; lo que les asustaba todavía más.
Un día, cansados de llevarse la peor parte en los combates, sus primos le dijeron que había cambiado, que ya resultaba divertido jugar con él y que se lo dirían a su madre. Alfonso se asustó y aprovechando ese momento de debilidad su primo menor le dio un fuerte zarpazo en la cara abriéndole una ceja.
—¡Tranquilo! Deja que se vayan y escúchame —le dijo el mago Baltasar—. Date cuenta de que a pesar de que ahora tus primos y sus amigos suelen llevarse su merecido, siguen jugando contigo, ¿no es cierto? Antes te dejabas hacer todo tipo de perrerías, porque te lo decía tu tía, pero también porque no querías estar sólo. Nadie puede estar siempre solo y sentirse bien. Aprendiste que para que los demás te quisieran y estuvieran contigo debías permitirles que te hicieran daño, ya que si no te dejabas no estaban contigo. Así que tienes asociado compañía a maltrato y respeto a soledad. ¡Todos necesitamos y buscamos compañía!, pero no a ese precio tan caro.
 Alfonso se preguntó por qué no paró Baltasar el ataque de su primo, hasta que recordó que era invisible y no podía ayudarle de ese modo.
—Déjalos que se vayan y que le digan a su madre lo que quieran —dijo Baltasar—. Ahora debes centrarte en pensar que eres un felino.
—Lo sé, pero no te entiendo mago Baltasar —dijo el leoncito Alfonso con una mueca de confusión, mientras se limpiaba la sangre, que corría por su cara, con el dorso de su zarpa.
—Permítete perder esta batalla… y todas las que sean necesarias —continuó diciendo Baltasar—. Un felino es astuto por naturaleza. Deja que tu astucia fluya hacia la exterior. Cuando venga tu tía, compórtate como siempre: temeroso, acomplejado y pequeño. Pero cuando se vaya, ahora que sabes cómo hacerlo, pelea con tus primos y sus secuaces hasta hacerlos realmente daño, pero no les dejes marcas como la que te han dejado ellos a ti… Si volvieran a buscar el apoyo de tu tía, vuelve a reaccionar ante ella como el muñeco de peluche que dice que eres y después vuelve a la carga con más fuerza. Ella dejará de creerlos, además, le molestará que la interrumpan en su descanso y acabarán recibiendo una ración extra de castigo.
Y eso fue lo que hizo. Al ver su tía que Alfonso estaba herido y que se comportaba con la sumisión a la que estaba acostumbrada, le costó creer a sus hijos; aún de ese modo, no se ahorró palabras intimidatorias hacia él.
—Si mis hijos vuelven a quejarse de ti —dijo su tía— estarás un día sin comer y dormirás en la bodega, entre las cosas inservibles. Vete al rio y límpiate esa sangre apestosa con la que estás ensuciando el suelo de mi casa.
Tal y como le indicó el mago Baltasar, en cuando se marchó su tía, que era realmente quien le intimidaba, cargó contra aquella pandilla de matones. Era mucho más ágil que ellos y aunque de la misma edad, pareció aumentar su tamaño, cuando lanzó su ofensiva. Aquellos cobardes, que no estaban acostumbrados a que reaccionara de aquel modo, se asustaron de verdad ante unas fauces abiertas y amenazantes, pero silenciosas. En vez de enfrentarse a él, salieron corriendo; aunque de nada les sirvió. Desperdigados por la sabana, les fue dando caza uno a uno procurándoles su merecido.
Cuando llegó la caída del sol, todos estaban de nuevo en casa. Alfonso, ante la presencia de su tía, de nuevo se hizo el asustadizo, y sus primos, amedrantados por primera vez, no dijeron nada.
Poco a poco, Alfonso fue haciéndose un hueco entre los leones jóvenes, dónde comenzaron a apreciarlo de verdad y respetarlo como un líder indiscutible. Su pelaje era cada día más fuerte y más hermoso, lo que le hacía destacar sin proponérselo. Sin embargo, delante de los adultos, sobre todo delante de su tía, aún no se sentía totalmente seguro; pues ella no había perdido su capacidad para intimidarlo.
—Debes dar un paso más —dijo el mago Baltasar.
Baltasar sabía que la nobleza del joven león Alfonso le impedía faltar al respeto de sus mayores y en especial de su tía, pues era quien le había alimentado desde que murieron sus padres. Él pensaba que la educación, los años y la experiencia de ella, era lo que dictaba su forma de comportarse con él. Que de algún modo, que él no comprendía, todo lo que le decía y el trato que le daba eran por su bien. Sabiendo, por su magia, lo que pensaba Alfonso, Baltasar le instruyó de nuevo.
—Es cierto que la edad, aporta experiencia y en algunos casos sabiduría —continuó diciendo el mago—; pero raro es el que siendo infame de joven, no continúa siéndolo de mayor. Tendrá mucha más experiencia, no lo discuto, pero en ser más artero y mezquino de lo que fue en su juventud. Piensa qué harías tú con alguien que hubieran puesto a tu cuidado; cómo lo tratarías; y si llegas a la conclusión de que no lo harías del modo que ella lo hace contigo, deberás obrar en consecuencia.
— ¿Y sí me equivoco? ¿No podrías decirme tú, que eres capaz de conocer los pensamientos de la gente, si ella ha obrado mal conmigo sabiendo lo que hacía? —Preguntó el joven Alfonso más asustado por el peso de su conciencia que por el castigo al que podía verse expuesto si fracasaba en el enfrentamiento con su tía.
—Casi nunca nos equivocamos si escuchamos al corazón —dijo Baltasar—. El verdadero problema reside en que admitir ciertas verdades nos obliga a actuar en consecuencia. La mayoría de gente prefiere mirar hacia otro lado y aguantar cargas que no le corresponden, con tal de no hacer el esfuerzo que cambiaría su situación. Es más fácil seguir siendo una víctima que tomar las riendas de la vida. A fin de cuentas, uno se acostumbra a todo, incluso a que le apaleen a diario.
Alfonso, el león, sabía que era cierto. Al día siguiente, su tía esperó como siempre a que terminaran de comer sus dos hijos para darle las sobras a su sobrino Alfonso. Cuando se quedó a solas con ella, en vez de comer con la actitud sumisa que era habitual en él, se sentó sobre sus patas traseras y la miró fijamente.
Su tía, que apenas se molestaba en dirigirle la mirada habitualmente, puso su atención sobre él. Sin duda había crecido, pensó; incluso parecía más grande que sus hijos. Le veía distinto, pero no sabía en qué.
—¿Es que hoy no piensas comer? —Preguntó con el mismo tono despectivo con el que acostumbraba a tratarlo.
— Ya que no puedes quererme, te pido que me trates con el mismo respeto que lo haces con tus hijos —dijo Alfonso con todo el aplomo que fue capaz de reunir, manteniendo la voz firme y serena junto su postura erguida.
— ¡Serás… desagradecido! —dijo su tía remarcando cada sílaba de sus palabras, totalmente enfurecida, al tiempo que alzaba su zarpa para golpearle en la cara.
En silencio, esperando la embestida, y apenas sin esfuerzo, para sorpresa de él mismo, apartó la zarpa de tu tía con una de sus afiladas garras causándole una gran herida en la pata. Asombrada por su fuerza y asustada, se echó hacia atrás para volver de nuevo a la carga. Alfonso no se movió, simplemente rugió de tal modo que no solo temblaron las paredes de la casa sino que también llegó a los mismos confines de la sabana, haciendo que todos los seres que la poblaban dirigieran su mirada hacia allí. Aterrorizada, con su cuerpo agazapado, comenzó a caminar hacia atrás, aunque sin perder el contacto visual con su sobrino. Como último recurso ella utilizó su voz; sabía las palabras que tenía que decir para que Alfonso se encogiera y se mostrara como lo que ella pretendía que fuera.
—Ese rugido se apagará —dijo ella clavándole los ojos— no eres más que un muñeco de trapo… ni siquiera eres ya de peluche… —añadió, con una voz cargada de veneno, sin de dejar de reptar hasta arrinconarse ella misma.
No entendía como sus palabras ya no hacía mella en él, como lo venían haciendo, incluso, hasta el día anterior; que habían producido su efecto satisfactoriamente. Alfonso se levantó y caminó hacia ella; bastó un leve rugido para que su tía se callase. Cuando intentó continuar con sus sugestiones, le clavó una de sus uñas entre los labios, aprisionándolos. Después, con una cuerda, que casualmente se encontraba en el suelo, se los ató.  
Ella dejó de moverse. La mirada que vio en su sobrino la paralizó. De pronto vio a tras ellos los ojos de su cuñado y la mirada de su propia hermana acusándola de impiedad para con su hijo.
Alfonso la obligó a meterse en la bodega. La cerró y salió como cualquier otra tarde a pasear hasta la hora de la cena. Aquel día regresó un poco antes y él mismo dispuso la carne en la mesa. Cuando llegaron sus primos se sentaron a comer. Para su asombro, Alfonso se sentó con ellos. Se miraron entre sí y rugieron, aunque débilmente, llamando a su madre. Alfonso comenzó a comer. Sabiendo de primera mano cómo se las gastaba su primo, ni se atrevieron ni a soplarle. Al ver que su madre no venía, comenzaron a comer junto a él.
Al día siguiente Alfonso hizo lo mismo. Sus primos no dijeron nada. Mientras no faltase la comida, parecía no preocuparles la ausencia de su madre. Antes del anochecer, Alfonso sacó a su tía de la bodega; le quitó la cuerda de la boca, curó sus heridas y le dio de comer. Todo, sin decir una sola palabra. Su tía entendió su mensaje y habiendo recapacitado sobre su conducta ni siquiera se quejó. Preparó la mesa para todos y no sirvió la comida hasta que no estuvieron todos sentados.
Después de aquel día, Alfonso ya no fue el mismo. No tenía que hacer nada para que le respetaran. Bastaba una mirada o ni tan siquiera eso, para que se apartaran a su paso. Fueron muchos los que empezaron a pensar, que cuando fuera un león adulto, sería un firme candidato a dirigir la manada.
Puesto que ya estaba hecho lo que habían ido a hacer allí, el mago Baltasar pidió al joven Alfonso que le acompañara de regreso a casa, a través del túnel por el que habían ido hasta el pasado. Cuando se encontraron frente a la chimenea, el propio mago se llevó una sorpresa superlativa. Alfonso se había transformado en un león majestuoso con una larga melena y un pelaje fuerte y brillante.
—Mírate en el espejo que hay tras de ti —le pidió Baltasar, que reconoció sentirse intimidado.
—¿Cómo he podido cambiar de este modo, si apenas hemos estado unos días en el pasado? —Preguntó con la voz pausada y un aplomo que, aunque hasta aquel momento no había tenido, ahora le resultaba familiar.
—Ni siquiera hemos estado unas horas —contestó el mago Baltasar— y tampoco hemos salido de esta cueva.
—Explícamelo, por favor —pidió Alfonso en un tono respetuoso; aunque no falto de una autoridad que no nacía de su deseo sino de una condición innata que simplemente reclamaba su lugar, sirviéndose de sus palabras.
—Ese túnel no conduce a la sabana sino al interior de tu mente. Todo ha sucedido allí, pero, como puedes observar, ha tenido repercusiones fuera.
—Pero,… si en realidad ha sido así,… ¡no ha ocurrido nada salvo en mi imaginación! —Dijo el león Alfonso, tratando de entender la experiencia por la que había atravesado.
—Las verdaderas batallas… se pierden o se ganan en la mente. Con las instrucciones adecuadas, que en su momento tú no tuviste, ahora has ganado… Entrando en nuestra mente tenemos el poder de cambiar el pasado, afectar al presente y programar nuestro futuro. La prueba eres tú —dijo Baltasar absolutamente convencido—. No necesitas saber de qué modo sucede, basta con que sepas que sucede y lo compruebes por ti mismo.
—Estoy en condiciones de confirmarlo —dijo Alfonso poniéndose en pie para caminar hacia la puerta—. Antes de que se ponga sol, te traeré una recompensa por tu trabajo.
Alfonso salió a la sabana de la que apenas unas horas antes había huido tembloroso buscando ayuda. Nada parecía haber cambiado salvo la actitud de los demás cuando se cruzaban con él. Lo más extraño era que todo le resultaba muy natural. Nadie se extrañó de su nueva presencia: subyugante y cautivadora, como si siempre hubiera sido así. Ni siquiera el mismo se extraño. Uno de sus primos, al cruzarse con él, le pidió que acudiera a la asamblea, donde esa noche iban a decidir a quién prepararían, en los meses sucesivos, como  heredero a la jefatura de la manada. Nadie tuvo dudas a la hora de elegir. Ni siquiera su tía, que presentaba una extraña cicatriz de la que, hasta aquel momento, no se había dado cuenta que tenía.

Fin

domingo, 12 de octubre de 2014

El gato que apagaba la luz con su cola de manera involuntaria.

Erase una vez un hermoso gato naranja que cada vez que acudía a su biblioteca en busca de algún libro, sin entender el cómo y el porqué lo hacía, él mismo accionaba el interruptor de la luz con su cola, dejando la sala a oscuras; con lo que su propósito, inevitablemente, se veía truncado.
Encontrar el lugar que ocupaban los libros era su pasatiempo favorito, al cual se había aficionado cuando era un cachorrillo y al que jugaba cuando estaba solo, siempre que tenía ocasión. Se proponía a sí mismo el título de un libro y debía indicar la posición exacta en la que se encontraba situado, dentro de su enorme biblioteca, en menos de tres segundos. Tenía una memoria fotográfica así que le resultaba fácil hacerlo. Una vez que decidía cuál era el título, debía señalar el anaquel y el lugar que en él ocupaba. Teniendo en cuenta que su biblioteca contenía miles de anaqueles y estaba estructurada en varios pasillos, su acción resultaba sumamente meritoria.
Sin embargo tenía un problema: a medida que conseguía su propósito, iba ganando en satisfacción. En consecuencia se ponía muy contento y, sin poder evitarlo, hacía partícipes a los demás de su enorme alegría dando saltos sin control y maullando sin cesar. Esto molestaba a quienes convivían con él, que ni entendían el motivo de su felicidad ni estaban dispuestos a soportar las molestias que las manifestaciones de su regocijo les producían. Su familia, a pesar de ser muy rica y disponer de aquel enorme patrimonio literario, legado de sus antepasados, era en algunos aspectos muy ignorante y desconocía el valor de la motivación; el estímulo que necesitan los pequeños con el reconocimiento de sus proezas y la necesidad de recibir amor, como energía que les hará fuertes y confiados, ante el mundo, cuando crezcan. Tanto su madre como su padre, cada vez que veían que se sentía gozoso de sus hazañas, le tiraban un jarro de agua fría para calmarlo y le retiraban su cariño. En realidad casi nunca se lo daban, pero, en aquellas ocasiones, además le rechazaban con otros gestos hostiles. Hacían todo lo contrario de lo que debían hacer unos buenos educadores.
El tiempo pasó y aquel pequeño gatito se convirtió en un hermoso gato adulto. Aunque su capacidad fotográfica seguía tan intacta como el primer día en que la descubrió, frente a la repetición de los estímulos negativos que había sufrido, cuando era pequeño,cuando iba a buscar algún libro a la biblioteca, su cola, actuando por su cuenta, accionaba el interruptor de la luz dejándola a oscuras. En consecuencia, inevitablemente fracasaba en su objetivo.
Desconcertado preguntó a un enorme y sabio gato de pelo gris esponjoso, el porqué llevaba a cabo aquella involuntaria y caprichosa acción. El gato gris le preguntó por el origen de su afición y por el tipo de cosas que le sucedieron mientras la desarrollaba. Después de responder a su pregunta, espero su parecer.
El cariñoso gato gris le explicó pacientemente lo que le sucedía.
Dentro de ti, apreciado y valioso amigo, aún vive el pequeño gatito que fuiste un día, y al que la ignorancia de sus cuidadores castigaba con un jarro de agua fría cada vez que triunfaba en su objetivo. La ignorancia deja campar a sus anchas a la malicia en las mentes mediocres; preocupadas solo por satisfacer sus impulsos primarios, sin preocuparse por mejorarse a sí mismos y, de ese modo, cuidar mejor de sus pupilos.
Ese pequeño gatito aún vive anclado en el momento que le condicionaron de forma tan negativa y, a su manera, te está protegiendo con el fin de que no te hagan más daño. Él es quien acciona tu cola, que sigue siendo la suya, cuando ve que te encaminas hacia el éxito; ya que tu triunfo despertará su contento y con ello la ira de vuestros padres; pues en el tiempo que él aún vive os castigarán con su desprecio y una jarra de agua fría. Él no quiere que os vuelvan a castigar y por esa razón apaga la luz moviendo su cola. Si no hay triunfo no hay contento, si no hay contento, no hay castigo.¿Comprendes ahora por que mueve tu cola?
-He pensado en esa posibilidad, gato gris, y he tratado de decirle a ese pequeño ser, que sé que aún vive en mí, que ya no tiene nada de que preocuparse porque esos padres que tuvimos ya no se encuentran aquí y, aún no siendo ese el caso, ahora podría defenderme de ellos y sus tropelías.
-Valiente, valioso e inteligente gato naranja -dijo el sabio gato gris-, ese pequeño gatito, no sabe de tu existencia y, además, al lugar en el que ahora se encuentra, no le llegan las palabras; únicamente percibe imágenes y sensaciones. Una vez que le hayan llegado, si son claras e intensas, podrá transformarlas en palabras y entenderte. Así pues, debemos ponernos en contacto con él de otro modo. Ven conmigo hasta mi laboratorio y desde allí te enviaré al pasado; yo iré contigo.
Y así lo hicieron. Sentados en dos cómodo butacones, rodeados de plantas y hermosas vidrieras multicolores de fino cristal, emprendieron un viaje que inició el gato gris con una orden sencilla:
-Vuelve a tu biblioteca a través de tu imaginación y llévame contigo…
Después de unos segundos el gato gris le pregunto:
-¿Ya te encuentras allí? ¿Si es así, qué es lo que ves y qué sientes?
-Me veo a mí mismo cuando era pequeño y...¡Qué raro!... Siento vergüenza... -dijo el hermoso gato naranja que, aunque conservaba su tamaño y bello pelaje, ahora se había encogido, sintiéndose temeroso y vacilante.
-Esa sensación es el reflejo de lo que experimenta el gatito que tienes delante. Ahora tienes plena conciencia de lo que sentías entonces. Antes solamente era una sensación. Ahora puedes ponerla en palabras, pero él todavía no puede.
-Quiero que te tranquilices -continuó diciendo el gato gris-. De ese modo tu presencia fuerte y serena calmará al gatito. Si te apetece, pero solo después de haber recuperado tu fuerza, puedes abrazarlo. Mientras le consuelas también puedes hablarle. Él seguirá sin entender tus palabras, pero comprenderá el mensaje a través de las emociones que perciba de ti. Cuando razones para ti mismo, producirás sensaciones e imágenes fruto de ese razonamiento. Eso es lo que le llegará.
El gato naranja se fue calmando, tal y como le había pedido el gato gris. Después empezó a pensar en qué se diría a sí mismo para crear las imágenes que dieran forma a su mensaje.
Cuando, por fin, el gato naranja recobró toda su fuerza, el pequeño gatito, notó una presencia a su lado y se volvió para mirar. Aún no veía nada, pero sentía que algo cálido, fuerte y, al mismo tiempo, suave, que deseaba abrazar.
El gato adulto observando el efecto que producían sus propias sensaciones en el gatito pequeño, las aumentó con imágenes donde mostraba su fuerza y todo su actual valor. Se vio a sí mismo como el gato seguro y fuerte en el que se había convertido. En medio de aquel proceso, tomó conciencia de su lucha por mejorarse a sí mismo a lo largo de su vida, y de cómo esta le había ido dotando de la constitución interna, no solo de un gran gato sino también de un enorme felino. Al tratar de reproducir en su mente la imagen de sí mismo, descubrió que era mucho mejor de lo que había creído. La intensa vibración de aquella imagen, contribuyó a que el pequeño gatito le viera con claridad y se lanzara, literalmente, a su lado, para abrazándolo; perdiéndose entre su cálido y denso pelaje, al tiempo que experimentaba, por primera vez, la sensación de sentirse protegido.
Él le rodeo con sus magníficos brazos, notando como el miedo que el pequeño padecía, prácticamente desde su nacimiento, iba disminuyendo poco a poco; al tiempo que una felicidad, hasta aquel momento desconocida, se iba apoderando de él. Como si aquella nueva dicha emitiera alguna señal que viajara a través del aire, de pronto aparecieron sus padres, con su mirada mezquina, en entrada a la biblioteca. El gatito se volvió hacia la puerta y se quedó paralizado ante su presencia, pero esta vez tenía detrás de él a un enorme felino por el que se sentía protegido. Sus padres, evidentemente, no veían nada, únicamente que estaba demasiado tranquilo. Eso les molestó, pero no tanto como cuando estaba feliz. Aún así, se dispusieron a lanzarle el jarro de agua fría que llevaban preparado siempre que se acercaban hasta allí. De pronto, sin saber por qué, sintieron miedo y comenzaron a dudar de la acción que se disponían a llevar a cabo.
El miedo de sus padres iba en aumento, pero acostumbrados a sentir satisfacción ante el desasosiego y, a veces, los llantos de su extraño hijo, no querían privarse de aplicarle el castigo. Cuando el gato grande vio sus intenciones le bastó abrir sus fauces y sacar las uñas de sus garras para que el gatito captara su imagen, al tiempo que la transmitió, por un conducto misterioso, hasta aquellos dos infames; ocurriendo, en aquel instante, que también le vieron.
Como miserables comadrejas, se pusieron a correr aterrorizados, saltando de un lugar a otro de la habitación, golpeándose con las estanterías de los libros. Incluso se resbalaron con el agua que, al dejar caer las jarras que llevaban, se había derramado por el suelo.
El pequeño gatito contempló la verdadera naturaleza de aquellos dos individuos. Ahora que veía a través de los ojos del gato grande, se dio cuenta de que no eran seres poderosos, sino pequeños y mezquinos; seres totalmente indignos de llamarse gatos. Como por arte de magia, les cambio su tamaño hasta volverse, incluso, más pequeños que él. De escuálidas comadrejas se transformaron en feos ratones, llenos de calvas en el pelaje, que corrían asustados, gritando como locos, tanto por el miedo como por el descontrol que habitualmente tenían sobre sus propios impulsos, que ellos atribuían a los problemas domésticos que les acuciaban; aunque, sin duda, no eran diferentes a los del resto de los gatos que ocupaban su tiempo en resolverlos en vez de volcar sus frustraciones en sus camadas.
Como nunca pisaban por la biblioteca, se perdieron. Cuando consiguieron calmarse buscaron a su gatito para que les indicara la salida; pero este había desaparecido. En su lugar había un poderoso tigre de Bengala. De pronto recordaron que a su cachorrillo se lo habían dado en adopción para que lo criaran. Un desconocido lo dejó en su puerta y, a cambio de sus cuidados, les entregó varios cestos con sabrosos alimentos que no dudaron en aceptar y disfrutar hasta el hartazgo.
Entonces imaginaron que aquel enorme tigre era el verdadero padre del gatito, que venía a recuperarlo. Al momento tomaron conciencia del castigo que les esperaba y del maltrato continuado al que, por indolencia, habían sometido a su hijo adoptivo.
Aunque ellos no veían al pequeño, él si podía observarlos; de hecho se encontraba aún allí, delante ellos; siendo testigo de cómo aquellos dos miserables cambiaban de comportamiento y actitud ante alguien con mayor presencia que ellos.
-¡Perdónanos! Te lo rogamos. Nosotros solo queríamos que nos dejara tranquilos.
-No es mi trabajo perdonar -contestó el tigre sin acritud-. Allá cada uno, con lo que mete en su mochila y lo que le demandará su conciencia... Ahí se encuentra la salida -les indicó con una de sus garras en la que brillaban unas afiladas uñas que parecían de acero.
Como las miserables ratas locas, en las que se habían convertido, corrieron gritando presas del pánico para ponerse a salvo.
Aquel enorme tigre, en el que su visión le había transformado y el cachorro que aún era un pequeño gatito naranja, se quedaron solos en la biblioteca.
-¿Y ahora que pasará? ¿Me llevarás contigo? –Preguntó el gatito, que, después de aquel intenso episodio, logró comunicarse con él a través de las palabras.
-Eso no puede ser, deberás seguir con tu juego hasta perfeccionarlo totalmente. Sé que tus padres adoptivos no volverán a molestarte de ahora en adelante.
-Yo también lo sé, porque jamás volveré a compartir mi alegría con ratas como las que he visto. Ya no siento esa necesidad. A partir de ahora seré feliz y solo compartiré mi felicidad conmigo mismo, con los que sean de mi propia especie y con mis verdaderos amigos.
-Es hora de marcharnos –dijo el gato gris, que  se encontraba atestiguando lo que había sucedido. Verás como cuando regreses, el pequeño ya no accionrá su cola, pues ya no tendrá nada de qué protegerte, y podrás concentrarte en tu juego.

FIN

Valentín Martínez Carbajo
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